
Tenemos una historia de conexiones perdidas, tú y yo. Hace años, cuando dijiste adiós desde el lanzamiento, mi vuelo estaba aterrizando en Zúrich. Había cambiado de avión, había sido desviada desde Fráncfort. Por eso te contestó mi buzón de voz. Hubiera contestado si hubiera podido, y te hubiera deseado suerte, aunque tú quisieras una vida sin mi. Nunca pude ver Europa satélite, como tú—solo Europa continente, donde conocí a mi primer esposo. El que deseé que fueras tú.
Cuando escuché tu mensaje, me dio gusto que estabas feliz—sí, siempre te he querido feliz, aún durante nuestro divorcio. Pensé en ti viajando a Alfa Centauri, el tiempo entre nosotros dilatándose como un portal. Lo imaginé como una película en cámara lenta. Estarías de regreso en cuarenta años. Yo tendría sesenta y cuatro, y tú solo tendrías la mitad de eso.
Guardé tu mensaje por semanas, hasta que lo borré por accidente. Se sintió simbólico. Seríamos más felices separados, pensé. Pero “separados” era siempre la manera en la que estábamos conectados. La palabra nos define en relación al otro: uno no puede estar separado sin el otro.
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Einstein pasó diez años pensando en un espejo que le preocupaba. Si viajaba a la velocidad de la luz y miraba en un espejo de mano, ¿vería su reflejo o no? Dejando a un lado cuestiones de vampirismo, o cuestiones de la calidad necesaria para que un espejo no se rompa a altas velocidades, la respuesta tiene que ser sí. La relatividad significa que no sabes qué tan rápido vas a menos que tengas un punto de referencia.
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Hemos estado juntos desde que tengo memoria. Solo niños, corriendo por los suburbios de Sacramento. Me gustabas porque tú sí jugarías con una niña. Yo corría más rápido, peleaba más fuerte, y pegaba más fuerte que cualquier niño—y lo sabía. ¿Recuerdas esa vez que jugamos a Capturar la Bandera y tú no podías encontrar la mía? La atoré en unos tubos de desagüe. Todavía se alcanzaba a ver la puntita. Eso cuenta.
Yo era la vecina de al lado—ningún peligro, de confianza, indeseable. Cuando tenía trece, y tú tenías dieciséis—estaba loca por ti. Pero tú estabas ciego. “Mejores amigos para siempre,” me dijiste.
Pensé que nunca me verías como una mujer de tu edad. Tenía que escuchar de todas las chavas con las que saliste. ¿Recuerdas esa pelirroja culera que le robaba cigarros a su abuela? Seguro le dio cáncer de pulmón.
“Mejores amigos,” también te dije. Estábamos juntos, pero separados.
Antes me preguntaba cómo hacerle para que me vieras. ¿Debería decirte lo que sentía por ti? ¿O quedarme callada y esperar a que me vieras?
Pero tú tomaste la decisión por mi: me dejaste y te fuiste a la militar. Así que yo me uní al Cuerpo de Paz—el opuesto polar de lo que tú hiciste. Esto nos unió de nuevo como imanes. Por eso terminamos viviendo juntos en San Francisco. Roomies y amantes.
No sabía, en ese entonces, claro—pero todo esto lo descifré en nuestro viaje a Alfa Centauri.
Dos imanes, separados, continúan ejerciendo fuerza el uno hacia el otro. Su poder vive en el espacio entre ellos.
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Einstein dice que nada se mueve a la velocidad de la luz, ya que entre más rápido vayan las cosas, más pesadas se vuelven.
Es verdad que mientras aceleraba, todo pesaba más: dos décadas de criar hijos, malabareando clases de flauta con mi carrera de fotografía, balanceando el peso de un matrimonio contra la independencia de la soltería. Pero el peso es relativo, y lo que es pesado en la Tierra es ligero en la luna y monstruoso en Júpiter. Aún así la masa es la misma. Entre más cambian las cosas, más permanecen igual.
Cuando pienso en los cambios en las vidas de mis padres—y en cuántas cosas más he visto, en menos años—pienso en la ley de Moore.
Mi mundo se duplica cada año. En algún lado en la antigua Italia, Galileo está buscando por el cielo con su telescopio, preguntándose por qué su vida no se siente tan plena como debería. Es porque yo lo tengo todo, cuatro siglos después—su vida, y la de otros millones.
La secuencia de duplicación sorprende a las personas que nunca lo habían pensado bien.
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Reno, una vez me dijiste. Reno, Nevada. Cuando vivimos en San Francisco, en ese mini-departamento arriba de la taquería en Mission District. ¿Recuerdas esa conversación? Estábamos sentados en ese horrible sofá café que rescataste de un basurero. Estabas calentando la cena en el micro, y el cuarto olía a curry. La neblina llegó a la ciudad y los dos usábamos suéteres viejos. Todavía no entendía la relevancia de Reno.
“Si nos separamos,” dijiste.
“¿Por qué Reno?”
“Está tierra adentro. Cuando el gran terremoto llegue a la bahía, Reno estará a salvo. O si hay un ataque de misiles o algo. Nadie le apunta a Reno.”
“Estás siendo paranoico,” te dije.
Te dio igual. “Ya sé.”
Habíamos estado viviendo juntos por seis meses. Éramos buenos roomies—los dos escandalosos, nada ordenados. Tú sacabas la basura y yo me encargaba del correo; los dos lavábamos los platos cuando era necesario, y nunca más que eso. No me importaban tus esquís de agua recargados contra el refri, o tu libro de física tirado entre las manchas de pizza de la alfombra. A ti no te importaba la manera en la que siempre azotaba puertas y cajones, sin importar lo silenciosa que intentaba ser. Era un buen arreglo. Pero no era lo que quería.
Sabía que me amabas, por supuesto. Estaba escrito en tus ojos cuando me mirabas, un problema sin respuesta clara. Cuando una fuerza irresistible se encuentra con un objeto inalterable, ¿qué sucede?
Se encuentran. Eso es todo lo que sabemos. En relación al otro, están en contacto. Desde adentro del objeto o de la fuerza, no hay manera de saber si estás en movimiento.
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Por un rato, yo era Caronte a tu Plutón, conservando las mismas caras el uno al otro mientras circulábamos sin fin.
Y en todo esto tú todavía pensabas en mí como una luna, y en ti como un planeta. Pero no es tan fácil como eso. Nuestra órbita es errática, una elipse entre círculos, un patrón poco convencional en un sistema solar normal. ¿Ves el sol, lejos, en la distancia? Aún cuando nuestra órbita pasa cerca del sol, toma cuatro horas para que su luz nos alcance. Es un punto central que nos mantiene capturados. Lo rodeamos para que no nos vayamos volando al espacio. Es un punto de referencia, y comprueba que siempre estamos en movimiento.
Seguimos moviéndonos, junto con todo lo demás. Aún si no podemos ver a dónde o cómo.
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Para cuando nos juntamos, fue más por conveniencia que por cualquier otra cosa.
Era lo que hacíamos: tener sexo, pelear, cortar, conocer a alguien más. Y luego, cuando la nueva relación se quemaba, como una cinta de magnesio flameada y desaparecida, nos encontraríamos de nuevo.
Lo mejor entre nosotros era el sexo. Nos peleábamos—oh, sí, nos peleábamos—y luego cogíamos para reconciliarnos. Duro, caliente, cachondo. Me entrarías justo antes de que estuviera lista—haciéndome lista—luego terminarías justo después de mi, los dos colapsaríamos juntos, atrapados en los pozos de gravedad del otro.
Cuando dormías, acariciaba tus dedos ásperos, llenos de callos, y las cortadas en tus pies que te salían por esquiar en agua y que cerrabas con Kola Loka. Yo pensaría en nuestra siguiente pelea, y mi cuerpo se estremecía queriéndote.
“Me caso contigo,” una vez dijiste, “si no encuentras a alguien más.”
Me reí porque pensé que estabas bromeando. Ni podías proponerme matrimonio bien.
Era el último empujón en la órbita decadente. Yo no iba a ser tu plan B. Desde la vez que dijiste eso, nuestra ruta hacia abajo era garantizada, calculable. Nos peleamos por el recibo telefónico, por las sobras de comida china, por el plato roto que no se barrió. Cuando me dijiste de tu nuevo trabajo reparando naves de relatividad, yo estaba contenta, en secreto. Tu trabajo te llevaría a Reno. Fuera de mi camino.
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Yo te había superado completamente, nos había superado—o por lo menos lo había hecho cuando te fuiste. Yo estaba lista para alguien nuevo.
Gunther, el ingeniero alemán, era todo lo que tú no fuiste. Así que me casé con él. Una vez que sabías sus primeros dígitos, se repetían en un patrón predecible. Era un maravilloso padre a nuestros dos hijos. Pensé en ti, a veces, cuando criaba a mis niños, perfectos cuadrados en su mundo racional. Nunca te olvidé.
Gracias a la genética, supimos sobre los problemas de corazón de Gunther desde antes de que sucedieran. Él duró más de veinticinco años, y luego desapareció. Mis hijos ya estaban viviendo por su cuenta, así que tenía tiempo y dinero. Era libre de escoger irracionalmente, así que comencé a esquiar en agua.
Cuando regresaste, estaba sorprendida de que hayas llegado a mi puerta—y hasta más sorprendida de que me quisieras. No pensé que te quedarías conmigo—un treintañero guapo con esta vieja seca. Decías y decías que te gustaba mi madurez, que pensabas que yo era sexy. Pero para mí era diferente. Te vi como a mis niños. Más como un hijo que una pareja.
Si no encuentras a alguien más.
Es una terrible propuesta. Hace que una mujer se sienta como si solo la estuvieras aguantando. Y sí encontré a alguien más. Llevaba veinticinco años felices con él, mientras tú solo atravesaste unos meses. Acumulé el peso de años—de una mujer construyendo décadas con su pareja, de una madre reviviendo al criar a sus hijos. Todo el peso que acumulé—sin mencionar mi nueva panza.
Pero me casé contigo de todos modos. Tú querías estar conmigo, lo dijiste. Todos tus pensamientos recientes te lo dijeron. Mi edad no importaba—aún me querías a mí, la mujer que habías amado todo este tiempo, tú lo dijiste.
En cuanto a mí, tenía todo lo que siempre había querido—pero no era lo que pensé que sería.
Una noche, después de hacer el amor en la playa, miré las estrellas. Brillaban con la luz de hace billones de años. Las estrellas nos ofrecieron tiempo separados. Por eso vendí todo lo que tenía—para ver lo que tú habías visto.
Las nuevas naves de relatividad eran aún más rápidas que la tuya había sido, y ahora estaban abiertas a turistas. Solo habían sido cuarenta años aquí, al final del día. Perdón que no te dejé una nota.
Pensé que todo era relativo.
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Gunther siempre era paciente conmigo. Lento. Esperaría a que yo tuviera un orgasmo, como si estuviera sosteniendo abierta la puerta del carro para que me suba, y luego se vendría rápidamente, y en silencio. A veces yo pretendía que él era tú para que las cosas fueran más excitantes. Una vez imaginé que él era Albert Einstein. Era el acento, lo juro.
Contigo, el tirón electromagnético nos unió. Podíamos ionizar un poco, visitando otras moléculas y formando uniones débiles—pero siempre regresábamos a estar juntos, circulándonos el uno al otro sin fin.
Un electrón y un protón. Tú y yo.
Por mucho tiempo pensé que yo era el electrón, girando en patrones salvajes a tu alrededor. Luego me di cuenta de que el electrón eras tú, porque yo siempre supe o dónde estabas o qué tan rápido ibas, pero nunca ambos.
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Así que te dejé y me fui a las estrellas, como tú lo habías hecho. ¡Alfa Centauri! La brillante estrella marcada en mi mente. Era una vacación para mi, un tiempito lejos de la Tierra. Por primera vez, vi las luces de cerca. La nave de lujo iba al 99% de la velocidad de la luz. Mucho más rápido de lo que tú fuiste, más rápido que antes.
Pensé que estarías muerto cuando yo regresara. Simplificaba las cosas. Ponía un alto a las peleas. Tú serías cenizas, como siempre habías querido. Ni siquiera tendría que ver tu cuerpo. Lo pensé, mientras miraba por la ventana de la nave, y me di cuenta de que todavía estaba pensando en ti. Ahí fue cuando me di cuenta de que no importa qué tan lejos me fuera, o qué tan rápido, aún respondo a ti en todas las maneras.
Cada acción produce una reacción igual y opuesta. Nuestro enlace me jala de regreso, y te amo.
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Razones por las cuales te he amado:
- Sí.
- Sí, otra vez.
- Porque tú eres tú.
Ninguna de estas son amor, tal vez, pero son fuerzas de física. Y si el amor no está sujeto a la física, entonces no tiene lugar en nuestro universo. No puedo creer que eso sea cierto.
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Justo cuando regresé, tú te fuiste de nuevo, como una bola de metal pegándole a otra—el lado opuesto de nuestro juguete de energía cinética. Tú estabas por la galaxia de Andrómeda, moviéndote al 99.38% de la velocidad de la luz.
Más sencillo, de hecho. Tenía sesenta y ocho. Tú te habías ido.
Era tiempo de seguir adelante.
El mundo había cambiado desde que me fui. La expectativa de vida humana había subido a 150 años. Nunca lo había imaginado posible. Me quedaban décadas para la música, el arte, lo que sea que yo soñara. Mi salud era buena—se deshicieron de un tumor maligno en mi pecho y me hicieron un riñón nuevo, dos veces—pero fuera de eso, mi cuerpo siguió funcionando por años.
Pero la parálisis de mi sistema nervioso—eso no tenía cura. Elegí la criogénesis, esperando que encontraran una cura. Si la encontraban, años después, me revivirían y me curarían.
Fue emocionante. Me preguntaba si sería difícil dormir, como en Nochebuena—sin saber lo que la mañana de la Navidad traería. Pero claro, el congelamiento fue instantáneo. Mientras me acostaba en la cámara de congelación, estaba pensando: Reno. Ahí es a donde debí haber ido, cuando llegó el desastre. Estaba pensando en ti.
Y luego estaba congelada, como Caronte y Plutón.
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Si soy un tren saliendo de Filadelfia a las 3:00, yendo a 80 kilómetros por hora, y tú eres un tren en las mismas vías saliendo de San Francisco a las 4:00, yendo a 90 kilómetros por hora, ¿a qué hora vamos a chocar y salir de las vías?
Más importante, si nos movemos a la velocidad de la luz, y apunto una luz hacia ti, ¿vas a parpadear y me vas a decir que te deje de cegar, o no me vas a ver hasta que ya es demasiado tarde?
Si Einstein está volando al lado de nuestro tren, viendo un espejo y preguntándose a dónde se fue su reflejo—¿vas a preguntarle si hay algo que puede estar quieto, o si todo siempre está en movimiento? En relación a todo lo demás, por supuesto.
Y pregunta sobre Reno. Si nuestros trenes chocan ahí, ¿deberíamos considerar que han dejado de moverse? ¿O siguen en movimiento en la Tierra, en relación a todo lo demás en el universo?
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Todos estamos unidos en el mismo futuro, excepto tú. El tiempo se mueve tan rápidamente—acelerando hasta el punto en el que casi no podemos imaginar qué es lo que sigue. Me fui a dormir esperando ser curada. En vez de eso, la inteligencia artificial me despertó y me dijo que yo ya no necesitaba mi cuerpo. Descargó mi mente, y ahora veo. Tú y yo somos excéntricos, pero parte de un sistema solar, y ya sé a dónde pertenecemos. Viajar por circuitos para mí es fácil, expandir mi mente por toda la red—y luego condensarme tan diminuta que puedo ser insignificante en el universo, aquí en un rincón de una ciudad virtual.
Veo que han despachado una nave en tu búsqueda, moviéndose al 99.99% de la velocidad de la luz. Te alcanzará eventualmente. Te descargarán y te mandarán volando de regreso a mí. Aquí, donde pertenecemos. Creo que nunca dejé tu órbita.
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Te escribí un mensaje largo para explicarte todo esto, pero creo que voy a borrarlo todo y dejar solo ocho palabras. Te cuento el resto cuando llegues—cuando nuestro movimiento perpetuo llegue a una parada relativa.
“I’m Alive, I Love You, I’ll See You In Reno”—extraído de la revista en línea Lightspeed Magazine, publicado en el 2010.