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«Lo Gris»—Sheila Heti

El mundo entero aún podría ser gris, como lo era en el pasado, en esas viejas películas. Pero un día los colores llegaron, en algún tiempo entre ese entonces y ahora. Creo que deben haber sido las guerras. Después de las guerras la gente dijo, Necesitamos alguna razón para estar menos molestos. Alguien sugirió, ¿Colores? El mundo acordó que se necesitaban los colores, para jalar a todos fuera de la desesperación de los moribundos, y de todos esos montones de huesos. Trajeron los colores. Solo los transportaron en camiones, y todos tomaron cuanto color pudieran. Era un trabajo para cada persona en el planeta, poner colores donde deben ir. Algunas cosas se decidieron por adelantado, como hacer el pasto verde, y te multarían si hacías el tuyo rojo o azul. Pero otras cosas tú podías decidir, como el color de tu camisa. Era un pequeño comité de gente el que tomaba las decisiones grandes, era necesario, pero también lo era cada humilde individuo, haciendo su propio trabajo. El mundo respiró hondo con alivio: ¡todo era mucho más hermoso ahora! Y por varios días no hubo guerras, solo gente disfrutando de los colores, pero los humanos se adaptan rápidamente a lo que es hermoso y agradable, y luego las guerras iniciaron de nuevo, y el comité fue disuelto.

Hace mucho tiempo yo era parte de este comité—no el original, sino el conmemorativo, formado por las hijas del comité. Nos reunimos para tomar nota sobre qué había sucedido realmente en esas conversaciones, para que le pudiéramos contar al mundo. Le preguntamos a nuestros padres, ¿Cómo era estar en el comité? ¿Cómo eran esas juntas? Pero habían perdido sus memorias, algunos de ellos, y otros estaban enojados con los demás miembros del comité, y no nos dirían por qué. Reunimos muy poca información rescatable para el mundo, para la posteridad. Luego nos disolvimos, también. Nos dijimos a nosotras mismas, Solo disfrutemos los colores. ¿A quién le importa cómo llegaron aquí? Así que eso hicimos. Nos convertimos en cualquiera, no archivistas del pasado, sino gente regular caminando a través de los colores del presente, como si no supiéramos nada.

Luego, un día, Amanda pensó que en realidad solo deberíamos platicar con la gente del mundo que había participado en dispersar los colores sobre la tierra, solo gente regular, la gente que lo hizo. El resto de las hijas estaban agotadas, pero yo quería hacerlo con ella, porque ella me gustaba y sonaba divertido. Pregunté si ella pensaba que debería traer mi cámara de cine, y dijo que sí, podríamos hacer un documental. Fuimos a un pequeño pueblo y nos paramos en la plaza y acosamos a la gente que iba por ahí haciendo sus compras domingueras y les preguntamos cómo era cuando empezaron a haber colores, ¿y habían participado en colorear todo? Solo le preguntamos a gente vieja. La mayoría no quería hablar con nosotras, pero una señora viejita sí. Nos invitó a su departamento por un té.

Su departamento estaba lleno de colores, justo como el resto del mundo, excepto por un rincón, el cual seguía gris. Era su propio rincón secreto que no había sido coloreado—¡tal vez el único lugar en el mundo como este! El mundo hubiera estado agitado de saber que un rincón no había sido rellenado; pero ella dijo que en cincuenta años, sesenta, setenta, ella no había dejado pasar a nadie. Ella prefirió renunciar a esposos y amigas, para que ella pudiera conservar un rincón del mundo sin color.

Claramente le era relajante tenerlo, tan relajante como un ratoncito gris que es un amigo. Ay, nos dijo, mientras hablaba para la cámara, evitando hacer contacto visual con ella, sus dedos jugando con su taza en su pequeño platillo de porcelana, era todo de lo que la gente podía hablar—¿qué color le vas a poner a esto? ¿Qué color le vas a poner a eso? ¿No es tan hermoso todo ahora? ¿Cómo pudimos vivir con todo ese gris? ¿Por qué le tomó tanto tiempo al mundo? ¿No es bonito como todos estamos cooperando?

Ella estaba haciendo expresiones agrias mientras imitaba a aquellas personas de hace tanto tiempo, muchas de ellas ya muertas, dijo. Ella también había caído en esa locura por un ratito, coloreando cualquier cosa a la vista, hasta cosas que no estaban en su jurisdicción colorear, como la reja del vecino.

Pero un día ella regresó a su departamento, donde aún no había rellenado el rincón. Había estado coloreando otras cosas, solo lo había dejado pasar. Ella pensó, estoy cansada, lo haré mañana. Nos dijo esto mirando hacia abajo. ¿Y qué pasó? Bueno, mañana se convirtió en mañana, como le pasa a tantas de nosotras. Siguió apareciendo en su lista de qué-haceres, como una de esas cosas que se quedan ahí por tantos meses que ya ni las notas. Y los meses se volvieron años, y de alguna manera nunca lo hizo. ¿Qué onda con esas cosas que nunca se van de la lista? ¿Será que en realidad no queremos hacerlas? ¿O será que ni siquiera necesitamos hacerlas? Las ponemos ahí porque pensamos que deberíamos. ¿Por qué no solo ya las quitamos? Así que finalmente lo quitó de la lista, y para ese entonces al mundo ya ni le quedaba suficiente color como para que ella rellenara el rincón.

Se quedó en ese departamento—varios amigos la alentaron a mudarse, ya que los inmigrantes se estaban mudando a su edificio, así que sus amigos pensaban que se debería mudar. Pero, a pesar de que no era fan de los inmigrantes, a ella no le importaba mucho, eran lindos vecinos, y ese rincón gris la tranquilizaba de una manera muy curiosa. Ella lo veía cada día mientras tomaba su té. No, nunca tenía compañía en su departamento, y sí, sus preciosos vecinos inmigrantes pensaban que era medio mamona, ¿pero qué suponía hacer ella si alguno de ellos se enteraba y le decía a alguien? No podía tomar ese riesgo. Así que no tomó ese riesgo. Finalmente se levantó para dejarnos salir, muy muy tristemente. Nos pidió que por favor no publiquemos nuestro documental, o escribamos sobre él, hasta que ella se muera. Ella quería vivir con ese rinconcito de esa manera hasta morir, y que no se la llevaran de ahí o a la cárcel, y que no viniera alguien de algún comité a colorear el rincón, así que accedimos, porque sentimos lástima por ella, y nos cayó bien.

Bueno, al fin murió el año pasado, y la siguiente semana se estrena nuestro documental, pero estamos tristes por eso. Más que nada, ojalá no hubiéramos estado esperando este aniversario, el año desde su muerte, con el tipo de deseo que toda la gente siente al querer mostrarle al mundo lo que ha hecho. Estamos orgullosas del cortometraje que creamos, y de que encontramos esta historia, pero no de que ella haya tenido que morir para que lo coloquemos en el mundo. Mejor que ella hubiera vivido, y vivido con su rincón, a que nosotras podamos enseñar nuestra película. ¿Por qué siempre hay tanta tristeza cuando ocurre algo bueno, un balance entre lo bueno y lo malo? ¿No podría haber dicho, ¡Muéstrenle su película al mundo! y haberse sentido segura de que ya a nadie le importa un rinconcito que no ha sido rellenado? No, pero tal vez ella sabía algo que nosotras no, algo de los colores, y de lo gris, y de los rincones, y de lo que se te permite en tu privacidad, en tu pequeño departamentito, y de lo que no.


“Grayness”—extraído de la revista The New Yorker publicada el 16 de julio del 2020.

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