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«La Marca en la Pared»—Virginia Woolf

Tal vez era la mitad de enero de este año cuando miré por primera vez hacia arriba y vi la marca en la pared. Para poder obtener una cita es necesario recordar lo que una ha visto. Así que ahora pienso en el fuego; en la estable capa de luz amarilla que pega en la página de mi libro; las tres flores de crisantemo en el plato redondo de vidrio en el mantel. Sí, ha de haber sido invierno, y nos acabábamos de terminar nuestro té, porque recuerdo que yo estaba fumando un cigarro cuando miré hacia arriba y vi la marca en la pared por primera vez. Vi a través del humo de mi cigarro y mi ojo se sostuvo en las brasas ardiendo, y esa vieja fantasía sobre la bandera rojo oscuro papaloteando desde la torre del castillo me vino a la mente, y pensé en la cabalgada de caballeros rojos marchando por un lado de la roca negra. Más que nada para mi alivio, ver la marca en la pared interrumpió esa fantasía, ya que es una vieja fantasía, una fantasía automática, tal vez hecha cuando yo era una niña. La marca era una marca pequeña y redonda, negra en la pared blanca, como 15 o 18 centímetros arriba del mantel.

Qué preparados están nuestros pensamientos para crear un hormiguero alrededor de un nuevo objeto, levantándolo un poquito, como las hormigas cargan un pedacito de paja con tanto afán, y luego lo dejan… Si esa marca fue hecha por un clavo, no pudo haber sido para una foto, tuvo que haber sido para una pintura en miniatura—una miniatura de una dama con rizos blancos empolvados, con mejillas empolvadas, y labios como claveles rojos. Un fraude, por supuesto, ya que la gente que ha tenido esta casa antes que nosotros hubieran escogido pinturas de esa manera—una pintura vieja para un cuarto viejo. Ese es el tipo de gente que era—gente muy interesante, y yo pienso en ellos tan seguido, en lugares tan extraños, porque una nunca los verá de nuevo, jamás, una nunca sabrá qué es lo que sucedió después. Ellos querían dejar esta casa porque ellos querían cambiar su estilo de muebles, o eso dijo él, y él estaba en el proceso de decir que en su opinión el arte debería tener ideas detrás de él, cuando fuimos desgarradas en pedazos, como una es desgarrada en pedazos lejos de la vieja a punto de servir el té, y del joven a punto de pegarle a la pelota de tenis en el jardín trasero de una hacienda en los suburbios mientras una pasa rápido en el tren.

Pero en cuanto a esa marca, no estoy segura de ello; al fin de cuentas no creo que haya sido hecha por un clavo; es demasiado grande, demasiado redonda, para eso. Tal vez me levante, pero si me levanto y la miro, apuesto a que no sabré qué decir con certidumbre; porque ya que algo está hecho, nadie nunca sabe cómo sucedió. ¡Ay! mi queridísima yo misma, el misterio de la vida; ¡la inexactitud del pensamiento! ¡La ignorancia de la humanidad! Para mostrar qué tan poquito control de nuestras posesiones tenemos—qué tan accidental es este asunto de vivir después de toda nuestra civilización—déjenme contar unas cuantas cosas que he perdido en una vida, comenzando, ya que esa siempre parece la más misteriosa de todas las pérdidas—¿y qué gato, qué ratón mordisquearía—tres frascos azul pálido de herramientas para encuadernar libros? Luego estaban las jaulas de pájaro, los aros de hierro, los patines de fierro, la cubeta para carbón de la Reina Anne, el tablero de Bagatelle, el órgano portátil—todos desaparecidos, y joyas también. Los ópalos y las esmeraldas, mienten sobre las raíces de los nabos. ¡Qué asunto tan cortante es el estar segura! La maravilla es que tengo algo de ropa cubriendo mi espalda, que me siento rodeada de muebles sólidos en este mismo momento. Porque, si una quiere comparar la vida con lo que sea, una debe sentirlo como si fuera lanzada por un tubo a cien por hora—¡aterrizando en el otro lado sin un solo broche en el cabello! ¡Disparada a los pies de Dios completamente desnuda! ¡Tambaleándose pies sobre cabeza por los valles de asfódelo como paquetes de papel café pasando por un tiro de la oficina postal! Con el cabello de una volando detrás como cola de caballo de carreras. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el perpetuo desperdicio y la reparación; todo tan casual, todo tan al azar…

Pero después de la vida. El jalón lento en los tallos verdes que da paso a la copa de la flor, mientras se voltea, diluvia a una con luz púrpura y roja. Porque, después de todo, ¿no debería una nacer ahí de la misma manera en la que una nace aquí, indefensa, sin palabras, sin la habilidad de enfocar la vista, agarrándose de las raíces del césped, en los dedos de los pies de los Gigantes? Y para decir cuáles son árboles, y cuáles son hombres y mujeres, o si hay tales cosas, ella no estará en condición de hacer algo por cincuenta años, o por ahí. No habrá nada más que espacios de luz y oscuridad, intersectados por tallos gruesos, y, tal vez más arriba, manchas en forma de rosas de colores indistintos—rosas oscuros y azules—las cuales, conforme pasa el tiempo, van a obtener una forma más definitiva, van a volverse—no sé qué…

Y aún así esa marca en la pared no es un hoyo, después de todo. Hasta puede haber sido causada por una sustancia negra y redonda, como un pequeño pétalo de rosa que haya sido olvidado por el verano, y yo, no siendo un ama de casa muy vigilante—mira todo el polvo en el mantel, por ejemplo, el polvo que, como dicen, enterró a la ciudad de Troya tres veces, solo fragmentos de vasijas se rehúsan absolutamente a la aniquilación, hasta donde una puede creer.

El árbol de afuera de la ventana golpea muy suavemente el vidrio… Quiero pensar en silencio, con calma, con espacio, sin ser interrumpida nunca, sin tener que levantarme de mi silla nunca, quiero deslizarme con facilidad de una cosa a otra, sin sentido de hostilidad alguna, sin obstáculo. Quiero sumergirme más y más hondo, lejos de la superficie, con sus duros y separados hechos. Quiero estabilizarme, déjenme agarrar la onda de la primera idea que pase… Shakespeare… Bueno, él es tan bueno como algún otro. Un hombre que se sentó sólidamente en un sillón, y miró dentro del fuego, así que—una lluvia de ideas cayó perpetuamente desde un Cielo muy lejos en las alturas a través de su mente. Él recargó su frente en su mano, y la gente, mirando a través de la puerta abierta—ya que se supone que esta escena toma lugar en la noche de un verano—pero qué aburrido es esto, ¡la ficción histórica! No me interesa para nada. Cómo quisiera poder encontrarme con una pista de pensamiento agradable, una pista que refleje indirectamente algún crédito a mi misma, ya que esos son los pensamientos más agradables, y muy frecuentes hasta en la mente de gente modesta y del color de ratones, gente que genuinamente cree que no le gusta oír sus propias alabanzas a sí mismas. Esos no son pensamientos directamente alabando a una misma; esa es su belleza; son pensamientos como este:

“Y luego entré al cuarto. Estaban discutiendo botánica. Yo les dije cómo había visto una flor creciendo en un montoncito de polvo en el sitio de una casa vieja en Kingsway. La semilla, les dije, debió haber sido sembrada en el reino de Carlos I. ¿Qué flores crecieron en el reino de Carlos I?” yo pregunté—(pero no recuerdo la respuesta). Flores altas con borlas púrpuras, tal vez. Y así sigue. Todo el tiempo estoy vistiendo la figura de mí misma en mi propia mente, con amor, a escondidas, no adorándola abiertamente, porque si hiciera eso, me debería lanzar afuera, y estirar mi mano al instante por un libro como autoprotección. Así es, es curioso lo instintivamente que una protege la imagen de una misma de la idolatría, o de cualquier otro manejo que pudiera hacer esa imagen de una misma ridícula, o demasiado diferente a la original como para que alguien siga creyendo en ella. ¿O no es curioso para nada? Es un asunto de gran importancia. Supón que el espejo se destroza, la imagen desaparece, y la figura romántica con la profundidad del verde bosque ya no está ahí, solo queda ese caparazón de persona que es visto por otras personas—¡el mundo se vuelve tan superficial, calvo, prominente, sin aire! Un mundo en el que no se debería vivir. Mientras nos miramos la una a la otra en omnibuses y en el metro, estamos viendo al espejo; esa es la razón detrás de la vaguedad, del reflejo del lagrimeo en nuestros ojos. Y los novelistas en el futuro van a darse más y más cuenta de la importancia de estas reflexiones, porque por supuesto que no hay una reflexión, sino hay un número casi infinito; aquellas son las profundidades que van a explorar, esos los fantasmas que van a perseguir, dejando la descripción de la realidad más y más fuera de sus historias, dando por sentado un conocimiento de ella, como le hicieron los griegos y tal vez Shakespeare—pero estas generalizaciones no valen nada. El sonido militar de la palabra es suficiente. Recuerda los artículos principales, los ministros de gabinete—toda una clase de cosas, cómo no, que como niña una pensaba en esa mismísima cosa, la cosa estándar, la cosa real, de la cual una no puede irse más que con el riesgo de una condena sin nombre. Las generalizaciones traen de vuelta, de alguna manera, los domingos en Londres, las caminatas domingueras, las comidas domingueras, y también las maneras en las que se habla de los muertos, de la ropa, de hábitos—como el hábito de sentarse todas juntas en un cuarto hasta cierta hora, aunque a nadie le guste. Había una regla para todo. La regla para los manteles en ese periodo de tiempo en particular, era que tenían que estar hechos de tapiz con pequeños cuadritos amarillos marcados en ellos, como podrás ver en las fotos de las alfombras en los corredores de los palacios reales. Manteles de otro tipo no eran manteles de verdad. Qué impactante, y aún así qué maravilloso, fue descubrir que estas cosas reales, las comidas domingueras, los paseos domingueros, las casas de campo, y los manteles, no eran completamente reales, que eran, por supuesto, mitad fantasma, y la condena que visitaba a quien no creyera en esas cosas era únicamente un sentido de libertad ilegítima. ¿Qué tomará ahora el lugar de esas cosas, me pregunto, de esas cosas estándar, cosas reales? Los hombres, tal vez, si tú eres una mujer; el punto de vista masculino que gobierna nuestras vidas, que decide el estándar, que establece la Tabla de Precedencia de Whitaker, la cual se ha vuelto, yo supongo, desde la guerra, mitad fantasma para muchos hombres y mujeres, quienes pronto, una puede esperar, van a ser burlados hasta unirse al polvo en el basurero donde van los fantasmas, los aparadores de caoba y las impresiones de pinturas de Landseer, Dioses y Demonios, el Infierno y así, dejándonos atrás a todas con un sentido intoxicante de libertad ilegítima—si es que la libertad existe…

Bajo algunas luces, esa marca en la pared de hecho parece proyectarse desde la pared. Ni parece completamente circular. No puedo estar segura, pero parece crear una sombra perceptible, sugiriendo que si corriera mi dedo por ese pedazo de pared, la marca, en algún punto, ascendería como por un pequeño túmulo, un túmulo suave como uno de esos montecitos en el sur de Downs, los cuales son, dicen, o tumbas o campo. De esos dos yo preferiría que fueran tumbas, deseando la melancolía, como la mayoría de los ingleses, y encontrando natural el pensar sobre los huesos extendidos debajo del césped, al final de una caminata… Debe haber algún libro sobre eso. Algún anticuario debe haber excavado esos huesos y les debe haber dado nombre… ¿Qué tipo de hombre es un anticuario, me pregunto? Coroneles retirados, en su mayoría, me atrevería a decir, liderando grupos de viejos trabajadores hasta la cima, aquí, examinando terrones de tierra y piedra, y comenzando correspondencia con el clero vecino, el cual, siendo abierto a la hora del desayuno, les da un sentimiento de importancia, y para la comparación de puntas de flecha se necesitan viajes a través del país visitando los pueblitos, una necesidad agradable para ellos y para sus viejas esposas, quienes desean hacer jalea de ciruela o limpiar el estudio, y tienen toda razón para mantener esa gran pregunta del campo o tumba perpetuamente suspendida, mientras el coronel mismo se siente agradablemente filosófico al acumular evidencia para ambos lados de la pregunta. Es verdad que al final se inclina en creer que es campo; y, siendo opuesto, hace que otro haga el panfleto que está a punto de leer en la reunión trimestral de la sociedad local, cuando un infarto lo recuesta, y sus últimos pensamientos conscientes no son de esposa o de hijo, sino del campo y de la flecha ahí, la cual ahora está en una vitrina en el museo local, junto con el pie de una asesina china, un manojo de clavos isabelinos, una gran cantidad de pipas de arcilla de tudor, un pedazo de cerámica romana, y la copa de vino de la cual Nelson bebía—comprobando que yo realmente no sé qué.

No, no, nada es comprobado, nada es conocido. Y si yo fuera a levantarme en este mismo momento y asegurarme de que la marca en la pared realmente es—¿qué se puede decir?—la cabeza de un viejo y enorme clavo, martillado hace doscientos años, la cual ahora tiene, gracias al paciente desgaste de muchas generaciones de sirvientas, su cabeza asomada por encima de la capa de pintura, y apenas está mirando por primera vez la vida moderna de un cuarto de pared blanca e iluminado por el fuego de la chimenea, ¿qué debería ganar ahora?—¿Conocimiento? ¿Temas para más especulación? Puedo pensar sentada tan bien como puedo pensar parada. ¿Y qué es el conocimiento? ¿Qué son nuestros hombres más ilustres sino descendientes de brujas y ermitaños que se agachaban en cuevas y en bosques, cocinando hierbas, interrogando ratoncitos y escribiendo el lenguaje de las estrellas? Y entre menos los honremos mientras nuestras supersticiones disminuyen y nuestro respeto por la belleza y la salud de la mente incrementa… Sí, una puede imaginar un mundo muy agradable. Un mundo silencioso y espacioso, con las flores tan rojas y azules en los campos abiertos. Un mundo sin profesores o especialistas o sirvientas con perfiles de policía, un mundo en el que una se pudiera cortar con su pensamiento de la misma manera en la que un pez corta el agua con su aleta, mordisqueando los tallos de los lirios de agua, flotando, suspendido por encima de nidos de huevos blancos de mar… Qué paz la que hay aquí abajo, con las raíces en el centro del mundo y mirando hacia arriba a través de aguas grises, con sus espontáneos destellos de luz, y sus reflexiones—si no fuera por el Almanaque de Whitaker—¡si no fuera por la Tabla de Precedencia!

Debo saltar a ver por mí misma lo que esa marca en la pared es en realidad—¿un clavo, una hoja de rosa, una grieta en la madera?

Aquí está la naturaleza de nuevo jugando su viejo juego de autoconservación. Este tren de pensamiento, ella percibe, amenaza a ser una pérdida total de energía, hasta alguna colisión con la realidad, ya que, ¿quién va a ser capaz de levantar un dedo en contra de la Tabla de Precedencia de Whitaker? Al Arzobispo de Canterbury le sigue el Lord Canciller; al Lord Canciller le sigue el Arzobispo de York. Todos le siguen a alguien, esa es la filosofía de Whitaker; y la gran cosa es saber quién le sigue a quién. Whitaker sabe, y tú deja que eso, la Naturaleza aconseja, te sirva de consuelo, en lugar de enfurecerte; y si no puedes encontrar consuelo, si debes romper esta hora de paz, piensa en esa marca en la pared.

Yo entiendo el juego de la Naturaleza—me incita a tomar acción para terminar cualquier pensamiento que amenace excitar o causar dolor. Así que, yo supongo, de ahí viene nuestro ligero resentimiento hacia los hombres de acción—hombres, asumimos, que no piensan. Aún así, no hay daño en detener por completo los pensamientos desagradables viendo la marca en la pared.

Así es, ahora que ya fijé mis ojos en ella, siento que ya conseguí una tabla para flotar en el mar; siento un sentido satisfactorio de realidad que al instante manda a los dos Arzobispos y al Lord Canciller a la sombra de sombras. Aquí hay algo definitivo, algo real. Así que, despertando de un sueño de horror de medianoche, una enciende la luz sin ganas y se queda quieta, adorando el clóset con cajones, adorando la solidez, adorando la realidad, adorando al mundo impersonal que es prueba de una existencia diferente a la nuestra. Eso es de lo que una quiere estar segura… La madera es algo agradable en lo que pensar. Viene de un árbol; y los árboles crecen, y no sabemos cómo crecen. Por años y años crecen, sin ponernos atención a nosotras, en los valles, en los bosques, y por los lados de los ríos—todas las cosas en las que una le agrada pensar. Las vacas mueven sus colas debajo de ellas en tardes acaloradas; ríos pintan tan verdes que cuando una polla de agua se sumerge, una espera ver sus plumas todas verdes cuando sale de nuevo. Me gusta pensar en los peces balanceados en contra de la corriente como banderas ondeando; y en los escarabajos de agua lentamente alzando domos de lodo en la cama del río. Me gusta pensar en el árbol mismo: primero la sensación cercana y seca de ser madera; luego el soportar la tormenta; luego el lento y delicioso deslice de savia. Me gusta pensar en él, también, en las noches de invierno, parado en el campo vacío con todas las hojas cerradas, nada suave expuesto a las balas de hierro de la luna, un mástil desnudo en una tierra que va tambaleándose, tambaleándose, toda la noche. La canción de los pájaros debe sonar muy fuerte y extraña en junio; y qué frío han de sentir los pies de los insectos sobre él, mientras crean su laborioso progreso por las grietas de la corteza, o mientras toman el sol sobre el delgado verde de las hojas, y miran directamente enfrente de ellas con ojos cortados como diamantes rojos… Una por una las fibras se rompen bajo la inmensa presión fría de la tierra, y luego la última tormenta llega y, cayendo, las ramas más altas se clavan a la tierra de nuevo. Aún así, la vida no termina con nada; hay millones de vidas pacientes y observadoras, aún, buscando un árbol, por todo el mundo, en habitaciones, en barcos, en el pavimento, en salas, donde hombres y mujeres se sientan después del té, fumando cigarros. Está lleno de pensamientos pacíficos, pensamientos felices, este árbol. Me debería gustar cada uno por separado—pero algo se está interponiendo… ¿Dónde estaba? ¿De qué se ha tratado todo? ¿Sobre un árbol? ¿Un río? ¿El sur? ¿El Almanaque de Whitaker? ¿Los campos de asfódelo? No puedo recordar ni una cosa. Todo se mueve, se cae, se resbala, desaparece… Hay una convulsión de temas inmensa. Alguien está parada por encima de mí y diciendo—

“Voy a salir a comprar el periódico.”

“¿Sí?”

“Aunque ya me vale comprar el periódico… Nada pasa, nunca. Maldita sea esta guerra. ¡Pinche guerra!… De cualquier manera, no sé por qué deberíamos tener un caracol en nuestra pared.”

¡Ah, la marca en la pared! Era un caracol.


“The Mark on the Wall”—extraído del ebook Monday or Tuesday, publicado originalmente en 1921 y el 25 de junio del 2009 en el Proyecto Gutenberg.

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